«…En caso de deshonrarse el buen comportamiento, la responsabilidad consecuencial —cualquiera sea su origen— debe hacerse efectiva a través de los mecanismos previstos por nuestro ordenamiento, partiendo con el estatuto administrativo-sancionatorio, del cual nuestro país hace gala en la región; incluyendo, por cierto, la sanción política…»
Al margen de las últimas investigaciones de las fundaciones beneficiadas con dineros por parte del Ministerio de Vivienda, y de las repercusiones en que puedan desembocar las actuaciones de las autoridades públicas en Chile, nuestra herencia en esta materia es importante. Desde lo más antiguo, y no siempre a modo de teorema, la responsabilidad de los funcionarios en el contexto de la función pública ha estado marcada por elementos morales y éticos.
Esto ya venía apreciado con la adopción de los antiguos ritos requeridos para que ciertos titulares de cargos públicos prestaren el juramento, promesa o entrega de garantías con motivo del cumplimiento fiel, que luego fueron plasmados en las leyes. Dicho juramento de obediencia se relaciona con el buen comportamiento, la buena fe y la defensa de la constitución y las leyes1.
La responsabilidad es, pues, un elemento que coerciona el cumplimiento del propio “deber de obediencia con lo público”, es decir, de comportarse acorde a las exigencias morales y éticas a la hora de dar cumplimiento al ejercicio del cargo que se inviste. Esto se vincula estrechamente con los valores y conductas que se esperan dentro del ejercicio de las funciones públicas, que promueven importantes principios como el de probidad, imparcialidad, transparencia y publicidad.
De este modo, discurrir sobre la ética, la responsabilidad, la legalidad y la función pública como un oxímoron solo tendría cabida, en la práctica, para distraernos de lo importante: de cómo hacer efectiva la responsabilidad o control por sobre la idoneidad ética del actuar por quien ejerce el cargo. Porque el actuar es contingente y, por tanto, el principio ya no es objetivo, sino deliberativo de idoneidad en el uso de recursos públicos (tal cual Lex Calpurnia de mediados del S.II AC, que extendió estas exigencias éticas al ámbito del Derecho). Si tenemos que escoger atribuir dineros públicos en beneficio de los más necesitados para sostener la vida digna de los habitantes de los campamentos, hay una exigencia del poder del Estado de asignar la correcta administración de los recursos económicos fiscales a las personas con mayor competencia, experiencia y antigüedad.
Y es que esta idoneidad en el actuar ético —que algunos confunden con la dignidad del cargo— es originaria y promotora de un programa conductual desde la asunción del mismo. Esta tiene como resultado la buena reputación, que sigue a virtud al mérito y que representa la piedra sobre la cual descansa el interés general de toda comunidad política.
La idoneidad acompaña al cargo y opera de manera virtual en resguardo del interés general, baluarte máximo de protección sobre el cual se construye la fe pública y que no puede ni debe traicionar a la voluntad popular (con malos ejemplos, decía Montesquieu, como el de perecer la violación de las costumbres, que la de las leyes2). Y, en caso de deshonrarse el buen comportamiento, la responsabilidad consecuencial —cualquiera sea su origen— debe hacerse efectiva a través de los mecanismos previstos por nuestro ordenamiento, partiendo con el estatuto administrativo- sancionatorio, del cual nuestro país hace gala en la región; incluyendo, por cierto, la sanción política a través del escrutinio deshonroso en relación con la promoción, ascenso, permanencia o repetición de las autoridades públicas.
1 García Pino, G., Contreras Vásquez, P, Dicc. Const Ch. pp. 108, 226.
2 Grandeur… (1761) p. 71.
Fuente: El Mercurio Legal