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La Intersección entre los Derechos Humanos y la Ética Ambiental en las Zonas de Sacrificio

El concepto de “zonas de sacrificio” se originó en la década de los 80, en un contexto de creciente preocupación por los impactos ambientales y sanitarios derivados de las actividades industriales y nucleares. Este término surgió a consecuencia del impacto nuclear en comunidades que habitaban ambientes contaminados y devastados, con una baja capacidad de recuperación ambiental de sus ecosistemas. Los efectos de estas actividades eran tan visibles y severos, tanto en los ecosistemas como en la salud de la población, que evidenciaban claramente el sacrificio al cual habían sido expuestos en nombre del desarrollo económico.

En esa época, el mundo experimentaba un rápido crecimiento industrial, caracterizado por un desconocimiento generalizado de los efectos adversos que estos avances traían consigo para la salud y la vida de las personas. Los avances tecnológicos y económicos se perseguían sin una comprensión plena de sus consecuencias ambientales y sanitarias, lo que resultó en la creación de estas zonas de sacrificio, donde las comunidades locales sufrían las consecuencias negativas del progreso industrial.

Con el tiempo, y a medida que la comunidad internacional comenzó a tomar conciencia de la importancia de una vida plena y de un ambiente sostenible, se reconoció la necesidad de regular las actividades económicas para proteger tanto el medio ambiente como la vida de las personas. Esta toma de conciencia fue impulsada por evidencias crecientes de los impactos negativos de la contaminación y la degradación ambiental, así como por movimientos sociales y ambientales que exigían justicia y protección para las comunidades afectadas.

La regulación de la actividad económica en pro de la vida y del ambiente sustentable se convirtió en una prioridad. Se entendió que el desarrollo económico no debía perseguirse a costa de la salud y el bienestar de las personas, sino que debía estar alineado con los principios de sostenibilidad y respeto por los derechos humanos. La vida de las personas, que son los habitantes del Estado, es el fundamento mismo que protege el derecho internacional y nacional, sin la cual ni el Estado ni su economía tienen razón de ser.

Este cambio de paradigma subrayó que la economía debe servir a la vida, y no al revés. La protección de la vida humana y del medio ambiente se convirtieron en objetivos centrales de la gobernanza global, reconociendo que, sin un ambiente saludable y una población sana, el desarrollo económico es insostenible e injusto. La regulación ambiental y económica, por tanto, no es solo una cuestión de justicia, sino también de supervivencia y sostenibilidad a largo plazo, asegurando que el desarrollo beneficie a todas las personas, especialmente a aquellas que históricamente han sido sacrificadas en nombre del progreso.

Zonas de sacrificio en Chile

Las zonas de sacrificio en Chile, al igual que en otros países, representan áreas geográficas donde la concentración de actividades industriales altamente contaminantes, tales como centrales termoeléctricas a carbón, complejos petroquímicos, plantas de tratamiento de desechos industriales, fundiciones de cobre y actividades mineras, ha causado una degradación ambiental severa y sostenida. Además, estas zonas suelen albergar otras actividades productivas como industrias químicas, plantas de celulosa y grandes puertos, que agravan aún más la situación. Esta degradación afecta profundamente la calidad de vida de las comunidades locales, generando una intersección crítica entre derechos humanos y ética ambiental al poner en riesgo la salud, el acceso a recursos naturales y la calidad de vida de las personas, mientras se perpetúan prácticas industriales insostenibles y desiguales.

El desarrollo de estas zonas es la consecuencia del modelo neoliberal adoptado en la política económica del país, que priorizó el crecimiento económico y la inversión extranjera por encima de la regulación ambiental y la protección de los derechos humanos, facilitando la instalación de industrias contaminantes en diversas regiones del país, sin considerar adecuadamente los impactos ambientales y sociales de dichas actividades. En sus inicios, por desconocimiento, las comunidades locales soportaron las externalidades negativas de estas actividades, incluyendo la exposición constante a contaminantes tóxicos, enfermedades relacionadas con la contaminación y la pérdida de medios de subsistencia tradicionales. Actualmente, esta situación se sostiene como parte integral del sistema de otorgamiento de derechos de propiedad para las actividades autorizadas, perpetuando la vulneración de derechos fundamentales y la degradación ambiental en dichas zonas.

Se han identificado cinco zonas de sacrificio en Chile (Vivanco, 2022): Mejillones, Tocopilla y Huasco en el norte; Quintero-Puchuncaví-Ventanas en la región central; y Coronel en el sur. Cada una de estas zonas presenta características específicas, siendo áreas altamente industrializadas, con plantas termoeléctricas a carbón y, en algunos casos, fundiciones de cobre, entre otras instalaciones. Todas comparten un punto en común: están marcadas por la coexistencia de altos niveles de contaminación como resultado del desarrollo económico del país. Los habitantes de estas zonas han tenido que convivir durante décadas con la emisión y descarga de diversos agentes contaminantes en el medio ambiente, soportando cargas de contaminación mucho mayores que en otras regiones. Esta situación ha generado serias vulneraciones de derechos humanos, afectando profundamente la salud y la calidad de vida de sus residentes.

Entre estas zonas, Huasco, Quintero-Puchuncaví y Coronel comparten el hecho de haber sido escogidas para la concentración de industrias, aprovechando las facilidades de instalar puertos seguros y su ubicación geográficamente estratégica. En el contexto del crecimiento histórico del país, la costa de Huasco, la bahía de Quintero y la bahía de Coronel se transformaron en polos de desarrollo industrial. Aunque este desarrollo trajo consigo oportunidades laborales significativas para los habitantes de estas zonas, también las convirtió en ejemplos de la complejidad de conciliar diversos intereses en un mismo territorio.

En la actualidad, la zona industrial de Quintero-Puchuncaví-Ventanas es un ejemplo emblemático de zonas de sacrificio en Chile. Desde la década de 1960, con la instalación de la primera fundición de cobre ENAMI Ventanas, esta área se ha convertido en un polo industrial con una alta concentración de industrias químicas y energéticas. Este desarrollo industrial ha estado marcado por frecuentes eventos de contaminación aguda, tales como derrames de ácido sulfúrico y varamientos de carbón, que han causado graves impactos en la salud de los residentes y en el medio ambiente. A pesar de la implementación inicial de planes de descontaminación y la utilización de diversos instrumentos normativos y de políticas públicas, como el Programa de Recuperación Ambiental y Social (PRAS), las medidas tomadas han resultado insuficientes. La contaminación de larga data existente en la zona sigue siendo un problema significativo, exacerbado por las condiciones ambientales propias del lugar y las previsiones de aumento en los impactos debido al cambio climático. Todo esto ilustra la dificultad de revertir décadas de degradación ambiental y la insuficiencia de los esfuerzos de mitigación frente a la magnitud del problema. La falta de medidas preventivas adecuadas en el momento oportuno ha llevado a la persistencia de altos niveles de contaminantes en el aire, el agua y el suelo, perpetuando así la vulneración de derechos fundamentales de las comunidades locales, afectando su salud, calidad de vida y acceso a recursos naturales.

La continuidad de estas zonas de sacrificio evidencia una contradicción entre la normativa vigente y la realidad que viven día a día las comunidades que habitan y transitan estas zonas. A pesar de la existencia de una institucionalidad ambiental destinada a prevenir y controlar la contaminación, y de un marco legal que garantiza el derecho a un medio ambiente libre de contaminación, las zonas de sacrificio siguen operando, perpetuando la vulneración de derechos fundamentales y la degradación ambiental. Esta situación refleja no solo un incumplimiento de las obligaciones legales y éticas del Estado y las empresas, sino también una falla sistémica en la implementación y enforcement de las normas ambientales y derechos humanos.

Derechos Humanos en las Zonas de Sacrificio

Los derechos humanos son principios fundamentales inherentes a todos los seres humanos, sin distinción alguna. Toda persona tiene el derecho fundamental a la vida, la salud, la igualdad, la libertad, a un medio ambiente libre de contaminación y a condiciones adecuadas de vida. Estos derechos no solo están consagrados en el sistema internacional de protección de derechos humanos a través de declaraciones y tratados, sino que también forman parte del bloque constitucional de un estado democrático de derecho como el nuestro.

En las zonas de sacrificio, nuestro Estado ha olvidado la protección y el cuidado del hombre, su principio, objeto y fin último, poniendo en riesgo la mera existencia del ser humano al no contemplar la estrecha interrelación entre la vida y el medio ambiente. El derecho a la vida depende del equilibrio armonioso entre el medio y el ecosistema, de ahí que un medio ambiente sano sea esencial para el bienestar y el goce de derechos humanos fundamentales. Este derecho está intrínsecamente vinculado con una serie de derechos sustantivos y procesales que afectan la vida, la supervivencia y el desarrollo de las generaciones presentes y futuras, por lo cual han sido protegidos por la Convención Americana sobre Derechos Humanos y numerosos tratados internacionales y universales de derechos humanos y ambientales, tales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la Declaración de Estocolmo de 1972, y el Acuerdo de París sobre el cambio climático.

Preservar y proteger el medio ambiente es esencial para el ethos social, religioso y cultural de la comunidad humana. Este reconocimiento ha llevado a las organizaciones y foros internacionales a ampliar su percepción sobre la asociación entre la violación de los derechos humanos y la contaminación ambiental. En las zonas de sacrificio, la contaminación recae en varias categorías: la tierra, el aire y el agua/marina se han vuelto tóxicos debido a los compuestos contaminantes de la actividad industrial. Estos contaminantes, a su vez, afectan los organismos que residen en estos entornos y causan enfermedades a la sociedad humana.

La exposición constante a estos contaminantes ha generado una serie de problemas de salud, tales como enfermedades respiratorias, cánceres y enfermedades en el proceso reproductivo. Además, ha alterado el comportamiento humano tanto física como mentalmente, causando un aumento en las enfermedades neurológicas y un declive en los sistemas endocrino e inmunológico de la población. Estas condiciones afectan desproporcionadamente a los grupos más vulnerables de la sociedad, incluyendo a los niños, ancianos y personas con enfermedades preexistentes, quienes sufren más intensamente los efectos de la contaminación y la degradación ambiental, afectando gravemente el derecho a la salud tal como lo define la Organización Mundial de la Salud.

El derecho a un desarrollo adecuado incluye la posibilidad de vivir en un entorno que no represente una amenaza constante para la salud. Sin embargo, las comunidades que residen en las zonas de sacrificio han soportado durante décadas las externalidades negativas del desarrollo económico del país, sin recibir los beneficios que deberían derivarse de dicho desarrollo. La contaminación del aire, agua y suelo no solo afecta la salud física de estas comunidades, sino que produce una degradación ambiental severa que destruye los medios de subsistencia tradicionales, como la agricultura y la pesca, exacerbando la vulnerabilidad y marginación social.

El derecho a la información, la participación ciudadana vinculante y la inexistencia de acciones colectivas son elementos críticos que se ven comprometidos en las zonas de sacrificio. Las comunidades locales a menudo carecen de acceso a información adecuada sobre los riesgos ambientales y de salud a los que están expuestas, y lo más grave es la falta de conocimiento sobre la duración de dicha exposición. Aunque se han realizado esfuerzos para la participación ciudadana, estas no son vinculantes para el Estado. Asimismo, la falta de transparencia en los resultados de los estudios realizados impide que las comunidades puedan tomar medidas claras sobre su salud. Esta opacidad en la información esencial, sumada a la inexistencia de acciones colectivas en nuestro ordenamiento jurídico ambiental que permitan exigir los derechos difusos del medio ambiente de modo preventivo, contribuye a la perpetuación de estas injusticias y dificulta que las comunidades puedan defender sus derechos y exigir responsabilidades, lo cual es fundamental para una democracia funcional.

La persistencia de las zonas de sacrificio en Chile, a pesar de los compromisos internacionales, demuestra una grave desconexión entre la normativa y su implementación efectiva, reflejando una contradicción entre las obligaciones asumidas por el Estado y la realidad que enfrentan las comunidades afectadas. Estas zonas no solo perpetúan la vulneración de derechos fundamentales y la degradación ambiental, sino que también demuestran una falla sistémica en la implementación y cumplimiento de las normas ambientales y de derechos humanos, socavando la credibilidad del Estado en la protección y promoción de los derechos humanos y el medio ambiente en consonancia con los tratados internacionales ratificados por el país. Esta omisión ha resultado en una profunda violación de la dignidad de los ciudadanos que habitan en estas zonas, quienes han sido relegados a una categoría inferior de ciudadanos, donde sus derechos fundamentales son sistemáticamente ignorados.

Ética Ambiental en las Zonas de Sacrificio

La ética ambiental proporciona un marco de reflexión sobre nuestras responsabilidades hacia el medio ambiente y las generaciones futuras. En el contexto de las zonas de sacrificio en Chile, varios principios de justicia ambiental son particularmente relevantes: equidad intergeneracional, equidad intrageneracional, responsabilidad corporativa, y transparencia y participación.

La equidad intergeneracional implica que las decisiones actuales que causan daños ambientales irreversibles comprometen el bienestar de las generaciones futuras. La explotación indiscriminada de recursos y la contaminación ambiental son actos que niegan a las próximas generaciones el derecho a disfrutar de un entorno sano, lo cual es una cuestión central de la ética ambiental (Meadowcroft, 2014). Esta perspectiva obliga a considerar no solo los beneficios económicos inmediatos, sino también los impactos a largo plazo en el medio ambiente y en la calidad de vida de las generaciones venideras. Es un principio que impone una reflexión profunda sobre el legado ambiental que se dejará a las futuras generaciones y que demanda una gestión sostenible de los recursos naturales.

Por otra parte, la equidad intrageneracional se refiere a la distribución desigual de los beneficios y perjuicios ambientales. En Chile, las comunidades pobres y marginadas son las más afectadas por la contaminación y la degradación ambiental, mientras que los beneficios económicos derivados de las actividades industriales suelen ser disfrutados por sectores más privilegiados. Este desequilibrio socava los principios de justicia y equidad que deben guiar la gobernanza ambiental (Schlosberg, 2007). La equidad intrageneracional demanda una distribución más justa y equitativa de los riesgos y beneficios ambientales, asegurando que todas las personas, independientemente de su posición socioeconómica, puedan disfrutar de un entorno saludable y seguro.

La responsabilidad corporativa, por su parte, implica que las empresas que operan en estas zonas tienen una responsabilidad ética y legal de minimizar sus impactos ambientales y de compensar adecuadamente a las comunidades afectadas. Esto incluye la adopción de prácticas sostenibles y la restauración del entorno degradado (Bansal & Song, 2017). Las empresas tienen una obligación ética y legal de actuar de manera responsable y transparente, asegurando que sus operaciones no causen daño irreparable. La responsabilidad corporativa también abarca la necesidad de cumplir con las normativas ambientales y de derechos humanos, y de adoptar medidas proactivas para prevenir la contaminación y remediar los daños causados, especialmente en zonas cuya degradación requiere seguir operando con miras a evitar la perpetuación de la degradación existente.

Finalmente, la transparencia y participación son fundamentales para garantizar que las comunidades locales tengan acceso a información completa y veraz sobre los riesgos ambientales, así como oportunidades reales para participar en las decisiones que afectan su entorno. La falta de transparencia y participación perpetúa la injusticia y el abuso (Naciones Unidas, 2011), y es imperativo que estos principios sean respetados y promovidos por todos los actores involucrados (Arnstein, 1969).

La ética ambiental demanda un compromiso activo de todos los actores para garantizar que las comunidades afectadas no solo reciban información adecuada, sino que también tengan una voz real y efectiva en los procesos de toma de decisiones. La implementación de mecanismos transparentes y participativos (Arnstein, 2015) es vital para asegurar que las decisiones ambientales reflejen verdaderamente las necesidades y aspiraciones de todas las partes involucradas, promoviendo así una justicia ambiental que respete y proteja los derechos humanos fundamentales Gaber, (2020).

Conclusión

La intersección entre los derechos humanos y la ética ambiental en las zonas de sacrificio en Chile revela una crisis que requiere atención urgente y medidas decisivas. Es imperativo que el Estado y las empresas adopten políticas y prácticas que prioricen la salud y el bienestar de las comunidades, así como la protección del medio ambiente. La justicia ambiental debe ser un pilar fundamental en la gobernanza y el desarrollo sostenible, asegurando que todos los individuos, presentes y futuros, puedan disfrutar de un medio ambiente saludable y seguro. Este enfoque no solo es una cuestión de justicia, sino también de sostenibilidad y ética, fundamentales para la convivencia y el desarrollo armónico de nuestras sociedades (Bullard, 2000).

Katherine Cortés Gómez, Alumni MDA