Te invitamos a leer la columna completa de Julio Alvear y conocer más a fondo su análisis crítico sobre esta normativa y su impacto en el entorno laboral chileno. Un aporte fundamental para el debate jurídico actual.
No sé si los parlamentarios que aprobaron la Ley 21.643 (“Ley Karin”) son conscientes de todos los alcances y consecuencias de lo que acordaron. Nos están regalando —presente griego— un tráfago interminable (otro más) de milimétricas disposiciones administrativas de ministerios y superintendencias, que nunca acaban. “Haz esto, y esto otro, y esto otro”. “No mires para arriba”, “no mires para abajo”, “no mires para el lado”,“no mires para adelante ni para atrás”.
Con la Ley “Karin” —si seguimos su lógica— no estamos solucionando un problema, sino que estamos creando otros. Serios problemas para empresarios, emprendedores y trabajadores. Desde un kiosco hasta una multinacional.
Se trata, en primer lugar, de una de esas típicas leyes “caso”, cada vez más habituales en Chile: un paquete de disposiciones que se dictan al calor de una situación concreta (el inicuo acoso laboral sufrido por Karin Salgado). Pero en vez de conformar reglas generales para ordenar problemas esenciales, imponen un incontinente y desordenado astrolabio de recetas normativas (como diría Muñoz Machado) que, junto a sus prolongaciones reglamentarias, pretenden regular, sin residuo, toda conducta futura, diríase en sus infinitos detalles. La Ley 21.643 podría asemejarse a lo que la doctrina alemana llama “ley-medida”, pero también tiene parecidos con una “ley-plan”, incluso con una “ley ad hoc”, dado que la materia ya estaba regulada en nuestra legislación. O sea, si dicen que el legislador puede hacer cualquier cosa, acá tenemos un ejemplo. Ley general, “ley-medida”, “ley-plan”, “ley ad hoc”, confusión de técnicas normativas, todo a la batidora, de lo cual resulta una inmensa selva normativa en expansión. ¡Qué tiempos aquellos en que teníamos una pulcra técnica legislativa!
Segundo punto. Resulta muy difícil determinar, a ciencia cierta, cuál es el bien jurídico que la ley busca proteger: sus alcances normativos exceden en mucho al perverso acoso laboral sufrido por Karin, es como pasarse ocho pueblos. Una vez más, no sé si los parlamentarios que aprobaron esta iniciativa lo vieron, porque al reglamento de esta ley (Decreto 21, del 3 de julio de 2024, del Ministerio del Trabajo) no le importa mucho el caso de Karin, sino cumplir con “el Objetivo 8 de la Agenda 2030” (considerando 2) y someter las relaciones laborales chilenas al Convenio 190 de la OIT, que busca, según la interpretación del ministerio, “un enfoque inclusivo que permita abordar las causas subyacentes de la violencia y acoso en el mundo del trabajo” (considerando 4).
Eso de “causa subyacente” huele a filosofía estructuralista: las expresiones y conductas de un sujeto estarían determinadas por las estructuras, que es donde realmente anida la violencia que hay que remover (del explotador hacia el explotado, del hombre hacia la mujer, del nacional hacia el inmigrante, etc.). La hipótesis de estos ideólogos es como sigue: sin que lo sintamos, sin que lo sepamos, nuestras expresiones pueden manifestar esa violencia estructural (en una mirada, en un cambio en el tono de voz, en un gesto, en la verbalización de un sentimiento recóndito, etc.), que es lo que hay que prevenir, o, en su caso, sancionar (o re-educar). No somos violentospor los egoísmos y pasiones que debemos combatir dentro de nosotros mismos; somos violentos porque hemos sido disciplinados por las estructuras de una sociedad perversa (capitalista, hetero-patriarcal, etnocéntrica, elijan ustedes el modelo).
De acuerdo con esta hipótesis de la “violencia subyacente”, todas las dimensiones de la vida humana en el trabajo deben pasar a ser objeto de control; no hay nada que pueda escapar al cedazo de una eventual violencia estructural: ni las relaciones genuinas de amistad, ni la voluntad de trabajar en equipo, ni la solidaridad, ni las expresiones lúdicas de nuestra existencia. Adiós a la inocencia. Todo puede ser una mascarada de una violencia subyacente.
Esta es la razón “filosófica” de por qué el acoso deja de ser una práctica que requiere una cierta permanencia en el tiempo: ahora basta un solo acto (conducta, palabra, gesto, entonación, etc.) para tipificar un acoso laboral (“por cualquier medio, ya sea que se manifieste una sola vez”, dice el art. 1.1.de la Ley 21.643).
Ese es el motivo de por qué puede haber violencia en cualquier ámbito de las relaciones humanas. Si la violencia subyace a toda relación humana, habrá que combatirla incluso precaviendo actos que en sí no son violentos, pero que se han de reputar tales por proceder, aun indirectamente, de estructuras “subyacentes”. En eso la Ley 21.675 (de violencia de género) hace un “buen trabajo” (una vez más, gracias a nuestros parlamentarios): clasifica la violencia en violencia física, violencia sicológica, violencia sexual, violencia económica, violencia simbólica, violencia institucional, violencia política, violencia en el trabajo y violencia gineco-obstétrica (art. 6 n° 1 a 9). No es broma. Por eso, también, el reglamento de la Ley 21.643, recién citado, habla de “acoso horizontal”, “acoso vertical descendente”, “acoso vertical ascendente” y “acoso mixto o complejo” (art. 3).
En este contexto, debe recordarse que la Ley 21.643 extiende la noción de violencia más allá del ámbito laboral (“violencia en el trabajo”, art. 1.1), y la Superintendencia de Seguridad Social exige en los “contenidos mínimos del protocolo indicados en la Ley N° 21.643” que se prevenga no solo la violencia y el acoso, sino la “escalada de conductas” que conducen a ellas, como “los comportamientos incívicos” (vr. gr. “comportamientos descorteses que carecen de una clara intención de dañar”), “el sexismo” (vr. gr. “sexismo inconsciente o benévolo hacia las mujeres”; “defensa de los prejuicios de género tradicionales”), etc.
¿No atentan estas normas contra los derechos fundamentales de la inmensa mayoría de la población? Creo no necesario incidir en este punto. Parece obvio. Solo quisiera acentuar que en un mundo donde hasta el “inconsciente” puede ser sospechoso u objeto de control, claro está que el empleador debe hacer las veces de “panóptico” (financiado por él). Y así la Superintendencia de Seguridad Social le obliga a adoptar “medidas para prevenir y controlar tales riesgos, con objetivos medibles, para controlar la eficacia de dichas medidas y velar por su mejoramiento y corrección continua” (contenidos mínimos del protocolo indicados en la Ley N°21.643). Pero también ha de convertirse en una suerte de “super-tutor” y policía, pues ante cualquier denuncia ha de adoptar medidas de “resguardo” y medidas “correctivas” (art. 3 f) y g) del reglamento).
No me voy a referir aquí al carácter antihumanista de esta pseudo-filosofía (¿nos inscribimos habitualmente en la violencia?). Sí hay que destacar el efecto perverso de este tipo de legislación: se puede convertir en una verdadera invitación a la automatización progresiva. Si tras el ser humano hay siempre riesgo probable de violencia, en sus infinitas formas, que hay que prevenir y controlar, es mejor no contar con el ser humano…
Otro punto a considerar. Toda denuncia debe ser tramitada. No existe estándar de admisibilidad probatoria. Si el conflicto es entre dos trabajadores, el empleador tampoco puede “mediar” o examinar él o un tercero abonado la seriedad de la denuncia. Tras cualquier denuncia, el único camino que tiene el empleador es iniciar la investigación formal (o que dicha investigación se desarrolle ante la Inspección del Trabajo). Todo ha de “juridizarse”. O sea, todo es serio y gravoso. ¿Por qué? Pareciera que hay un patológico temor al vacío jurídico.
Por parte del denunciante (imaginemos un compañero de trabajo respecto de otro) no se requiere de un hecho objetivo: basta la autopercepción del afectado. Basta que la persona perciba que vive en una situación de acoso laboral, sexual o de violencia para denunciar. Esto, porque el objetivo primordial no es satisfacer las expectativas de los involucrados en el conflicto, sino desterrar la violencia “subyacente”. En todo esto, la ley es bastante lógica: si la violencia es “estructural” y la estructura condiciona la subjetividad, las denuncias pueden ser hechas desde esta instancia en estado puro. ¿No es esto una invitación a reproducir y expandir el conflicto entre los trabajadores?
Todo esto, obviamente, supone un “cambio de paradigma” en las relaciones laborales: el empleador va a tener que hacerse cargo no solo de la violencia visible (ello, en mayor o menor medida, ya estaba regulado), sino de esa impredecible y oscura violencia “invisible”, la que anida incluso en el “subconsciente” (la SUCESO dixit), que solo los iluminados conocen. Claro, si la ley se aplica en toda su intensidad y amplitud regulatoria.
Obviamente que la operatividad ideológica de esta ley supera todo lo aceptable dentro de los márgenes de un Estado laico (no lo digo de manera irónica). Nos muestra además que la discusión constitucional sobre el viejo principio de subsidiariedad está superada en Chile: vivimos en la era de la reglamentación estatal pesada, acerada, milimétrica, ferozmente invasiva, casi stalinista.
Lo curioso es que todos la sufren, pero nadie protesta eficazmente. Parecido al síndrome del esclavo satisfecho, que agradece sus cadenas y los latigazos. O al síndrome de Estocolmo, por la que te enamoras de tu captor. Basta que te anuncien los grilletes con bonitas palabras y ya te convencieron para someterte.
¿Y nuestros legisladores? Pues se comportan como si fueran afectados por el Síndrome de Münchhausen: dicen solucionar un problema, pero están generando otros, ficticios, para que después, ministerios y superintendencias te sometan como un pupilo, obsequio del “monstruo más frío de los monstruos fríos”, como diría Nietzsche.
Fuente: El Mercurio Legal.