Columna de Opinión, publicada por nuestra docente Fernanda García, el pasado 15 de agosto en el Libero.cl
Hace unos días, en el contexto de un conversatorio organizado por el Foro Latinoamericano de Derechos Humanos, la presidenta del Senado, señora Adriana Muñoz, respondió al planteamiento de la Defensora de la Niñez, manifestándose a favor de admitir la inclusión de los denominados NNA en el proceso constituyente que se encuentra en curso. Lo anterior se traduciría en fomentar que niños, niñas y adolescentes (o “NNA”) se involucren en este proceso y en el caso de los jóvenes mayores de 16 años, en admitir que participen activamente en él, pudiendo votar y, eventualmente, integrar una convención o asamblea constituyente. Se argumenta en favor de esta visión que resulta “profundamente injusto” para este segmento de la población quedar fuera de la discusión política constitucional del país, considerando los “derechos” que les son reconocidos por la Convención por los Derechos del Niño y, sobre todo, a que, según se señala, desde la revolución pingüina en adelante, han sido los jóvenes quienes han impulsado mediante la protesta la ola de cambios en curso en Chile.
Sobre estas argumentaciones cabe hacer algunas reflexiones. Si la señora Muñoz y, en general, los sectores más radicales e irreflexivos persiguen la finalidad de politizar abiertamente a niños y adolescentes, un mínimo de decencia y de honestidad demandaría de ellos que lo declaren explícitamente ante la opinión pública. Pero argumentar que incluir a los menores de edad en el proceso constituyente se hace para defender sus derechos, es de una hipocresía desvergonzada.
No es solo de sentido común, sino también de ratio jurídica, que el objetivo de toda protección de derechos de niños y adolescentes descansa sobre el principio fundamental de resguardar su proceso de crecimiento, desde una perspectiva tanto material, como intelectual y espiritual. Cuando decimos que queremos proteger a niños y jóvenes, hablamos de cuidar de su inviolabilidad física y psíquica, considerado que, al menos en principio, ellos son un grupo de la población que, en razón de su minoría de edad, se encuentra más expuesto que un adulto a ser irrespetado y abusado en los derechos humanos que comparte con el resto de las personas. Un niño no puede, como un adulto, recurrir por sí mismo a los tribunales de justicia ante cualquier vulneración de derechos: ante las golpizas de un padre, ante el abuso sexual de un tutor o cuidador o profesor o sacerdote, ante el trabajo que se lo fuerza a hacer en desmedro de su educación o de su legítimo derecho a recrearse. Pero, qué duda cabe, ese niño tampoco puede defenderse del adoctrinamiento, velado o descarado, que se use en su contra como arma de agresión a su independencia intelectual y espiritual.
Es evidente que todo niño recibe influencias culturales del medio en el que crece y, en ese sentido, es dable esperar que tanto religiosa como políticamente sea influido por sus padres, tutores, profesores y los adultos que conforman el círculo en el que se desarrolla. Pero una cosa muy distinta es no ver, o no querer ver, que iniciarlos activamente en la vida política a una edad donde aún no consiguen la madurez para adoptar posiciones con un grado aceptable de libertad personal no es otra cosa que querer usarlos, querer adoctrinarlos, para los fines de los adultos que propugnan esa politización.
Probablemente la mayoría de quienes hoy abogan por la inclusión de los mayores de 16 años en el proceso político que se avecina deben haber rasgado vestiduras cuando los que ellos designan como “grupos conservadores” no solo confiaban la educación escolar de sus hijos a la más estricta doctrina religiosa, sino que alentaban su participación en movimientos católicos, en los que a edades tan tempranas como los dieciséis años (¡qué coincidencia!), no era infrecuente que algunos de ellos tomaran la decisión de consagrar sus vidas a la causa de su movimiento, tomando votos que les impedían de por vida formar pareja o casarse. En esos casos, clamaban las voces laicas, existía un evidente y aberrante adoctrinamiento religioso, una vulneración de la libertad de conciencia de menores indefensos, similar a las que pueden haber ejercido las SS respecto de las juventudes hitlerianas.
Pero, ¡qué fácil es siempre para el ser humano ver la pelusa en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio! Estas mismas personas que hoy señalan defender los derechos de los menores de edad a participar en política, de pronto ya no se muestran preocupados por defender su libertad de conciencia. Lamentablemente, este intento descarado por utilizar a niños y adolescentes para el cumplimiento de sus objetivos políticos particulares, se ha convertido en la tónica de la izquierda menos tolerante, más irreflexiva y totalitaria, que ha venido imponiendo su agenda desde el segundo gobierno de Michelle Bachelet en adelante.
Ya durante los complejos meses finales de 2019 fuimos testigos de cómo niños pequeños dibujaban escenas en las que se proclamaba la muerte del presidente Piñera, en sendas tardes infantiles organizadas por el diputado Hugo Gutiérrez en su distrito electoral; y cómo, replicando estas acciones, algunas educadoras de párvulos de jardines infantiles públicos a lo largo del país enseñaban a sus pupilos de tres y cuatro años a cantar canciones en contra de las AFPs y en favor de una Asamblea Constituyente, y a saltar alegremente declarando “el que no salta es paco”.
Por su parte, la Defensoría de la Niñez, la misma que hoy propugna el voto de los jóvenes de 16 años, alzó su voz ofuscada para condenar el intento de control por parte del Estado, de los desórdenes estudiantiles y de los llamados a la violencia por parte de la ACES, los que, durante diciembre de 2019 y enero de 2020, buscaron abiertamente impedir y boicotear la realización de la ya pospuesta PSU. Este organismo se mostró completamente incapaz de advertir lo contradictorio y ridículo de sus esfuerzos: allí donde lo mas evidente y lógico era inclinarse por proteger el derecho de la enorme mayoría de los estudiantes chilenos de poder rendir las pruebas, el organismo “defensor” se abocó a la causa de un grupo minoritario que, incitando a la violencia, buscaba desestabilizar el ejercicio del derecho a la educación de quienes con esfuerzo intentaban acceder a la educación superior. La ACES, dicho sea de paso, sí consiguió, al menos parcialmente, afectar las garantías de casi trescientos mil estudiantes chilenos, en virtud de la eliminación de la prueba de historia a nivel nacional y, sobre todo, de la alteración psico-emocional a la que fueron expuestos esos estudiantes, al momento de rendir las pruebas, frente a la incertidumbre y a las sucesivas postergaciones del examen en cuestión. La compleja situación fue incluso denunciada por Unicef, que condenó el llamado a la violencia de ACES y calificó la suspensión del proceso de rendición de la PSU como una vulneración al derecho a la educación. Pero la Defensoría de la Niñez insistía en el derecho de ACES a manifestarse…
Los hechos antes descritos están lejos de ser las primeras demostraciones de los intentos de politización de niños y adolescentes por parte de la izquierda ideológica en nuestro país, y son más bien los primeros frutos visibles de una política sostenida de adoctrinamiento cuidadosamente planificada y audazmente ejecutada desde hace ya varios años.
Lo más preocupante, de cara al futuro, sea quizás advertir que allí donde el actual No. 11 del Art. 19 de nuestra constitución establece que “la enseñanza reconocida oficialmente no podrá orientarse a propagar tendencia político partidista alguna”, el proyecto de reforma constitucional presentado por Bachelet, agregue la frase “(…), sin perjuicio de la educación cívica, que debe impartirse obligatoriamente en todos los establecimientos educacionales de enseñanza media.” Ya empezamos entonces a adivinar, qué es lo que se busca al elevar la educación cívica a rango constitucional …