El rol de los Tribunales de Justicia en la protección de derechos fundamentales se ha convertido en un eslabón clave dentro de la arquitectura de un Estado social y constitucional de Derecho moderno. Como plantea el magistrado español Perfecto Andrés Ibáñez, el constitucionalismo contemporáneo aboga por una mirada de estos derechos como el “fundamento funcional” de la democracia y, por ello, debe asegurarse su proyección inspirando la actuación de la política contingente (incluyendo la creación legislativa) con el objeto de lograr que los derechos se vivan en el día a día de cada persona[1]. Esta importante tarea se confía, inicialmente, al legislador, quien será el primer responsable de desarrollar el sustrato normativo de los mandatos iusfundamentales a través de preceptos que, colaborativamente, el ejecutivo complementará e implementará mediante reglamentos de aplicación general y el desarrollo de políticas públicas.
Sin embargo, lo anterior no excluye dar una responsabilidad al órgano judicial. El constitucionalismo moderno -reconociendo la existencia de una verdadera “cultura de los derechos fundamentales”- ha ido “reconfigurando” el rol tradicional del Poder Judicial, el que ha dejado de ser la “boca que repite las palabras de la ley”[2] para asumir un rol de garante, consistente en la revisión y constatación de la eficacia inmediata de los derechos fundamentales a través de la función jurisdiccional. Así, siguiendo el planteamiento del profesor Andrés Bordalí, la “jurisdicción” deja de estar circunscrita a la resolución de conflictos entre privados, para comenzar a extenderse a nuevos ámbitos de la vida social (como las actuaciones de la Administración del Estado o del Congreso Nacional) en miras de evitar situaciones exentas de control judicial, y así lograr una cabal defensa a los derechos fundamentales[3].
De esta forma, la tarea del juez pasa a ser determinante y ordenadora, pasando a ser el encargado de mantener el orden proyectado en la Constitución; se convierte en el vigilante de la validez de las normas y de la coherencia de aquellas con los contenidos dados por los preceptos constitucionales; y, por supuesto, se muestra como el controlador del poder político. Por ello, es posible advertir que, en el Estado social y constitucional de Derecho, el juez ha pasado de ser un simple “guardián” de la ley a ser un “constructor” de la “Constitución vivida”[4]–[5], reconociéndole, de esta manera, una función “política”, sin que ello implique, eso sí, romper el esquema de distribución de competencias dentro del cual los órganos dotados de representatividad popular poseen una posición primordial en la configuración legal e implementación de los derechos fundamentales[6].
Esta nueva visión del juez ha provocado, eso sí, una controversia derivada de una falta de consenso en lo que respecta a los límites que debieran circunscribir este rol de los Tribunales, surgiendo -principalmente- dos posiciones al respecto: una protagonizada por aquellos sistemas constitucionales en los que se avanza en un dialogo entre el órgano judicial y el legislativo, aunque impulsado principalmente por los propios Tribunales a través del desarrollo de su jurisprudencia. Así se advierte, por ejemplo, en las decisiones censure virtuelle del Consejo Constitucional francés, en las sentencias de inconstitucionalidad constatada y de aplazamiento de la Corte Constitucional italiana, en las sentencias exhortativas que ha emitido el Tribunal Constitucional Federal alemán (que han llegado a fijar normativa provisoria, en una especie de ejercicio “cuasi-legislativo”), en sentencias que buscan controlar la omisión legislativa de la Corte constitucional ecuatoriana o del Tribunal Constitucional portugués[7], o en aquellas que buscan concretar cambios “estructurales” o “sistémicos” (como las “sentencias estructurales” de la Corte Constitucional colombiana) y que dan cuenta de un grado de intensidad mayor respecto de este fenómeno.
Sin embargo, el desarrollo de este rol activo del juez en el sistema constitucional, impulsado principalmente por el desarrollo jurisprudencial, ha dado pie a una segunda posición, más bien cauta, y que centra su mirada en la necesidad de realzar la confianza en los entes políticos y representativos, valorando la importancia del principio de juridicidad como pieza angular del sistema de potestades públicas (requiriendo que se confieran potestades específicas y no genéricas), y defendiendo una mirada clásica del principio de separación de poderes. Así, una parte de la academia criticaría este fenómeno, acusando el “déficit” democrático de los Tribunales para abordar asuntos que tradicionalmente se confían a los órganos políticos[8]-[9], ello, pues se entiende que “los asuntos más difíciles, que usualmente dividen a la sociedad en términos políticos, valóricos o culturales, deben ser resueltos en el Congreso, por los representantes del pueblo, y no en una sentencia”[10].
Es en el contexto de esta última visión que pareciera enmarcarse la configuración de la “acción de protección” que contemplaba el artículo 26 de la propuesta de nueva Constitución Política, elaborada durante el año 2023.
El artículo 26 de dicha propuesta mostraba, en una primera lectura, a la “acción de protección” como un continuador del “recurso de protección” regulado en el artículo 20 del texto constitucional vigente y, por ello, utiliza la nomenclatura de esta norma para definir aspectos vinculados a los presupuestos materiales y formales de la acción (determinación del sujeto activo, descripción de las actuaciones antijuridicas que provocan una lesión a derechos fundamentales, definición del Tribunal competente, entre otras); pero dando cuenta, a la vez, de posibles avances derivados de algunas innovaciones, como la ampliación de los derechos fundamentales resguardados (superándose el listado taxativo), la incorporación de algunos principios procedimentales (como el principio de celeridad y concentración encontrados en el artículo 26.3 de la propuesta) o la implementación de nuevas instituciones procesales a nivel constitucional (como la habilitación para dictar medidas provisionales o agrupar recursos).
Pero una mirada más exhaustiva respecto de dicha regulación de la acción nos permite comprender que ella estaba profundamente inspirada en una concepción cautelosa del rol que debe tener el juez dentro del diseño constitucional, reaccionando -probablemente- a aquellos diagnósticos que dan cuenta de una judicatura “activista” en Chile, especialmente protagonizada por la Corte Suprema, la que, mediante la resolución de “recursos de protección”, ha buscado compensar las deficiencias que se pueden detectar en las respuestas que ha implementado el sistema político a problemas sociales vinculados con derechos fundamentales[11]. Ejemplos de lo anterior serían los casos “Globos de Vigilancia”, “Quintero Puchuncaví”, “crisis hídrica de Petorca” y las recientes sentencias “Isapres” y “GES”, entre otras[12].
Ello explicaría que esta forma de entender la “acción de protección” trataba de manera diferenciada la tutela a los principales “derechos sociales” (derecho a la salud, a la vivienda, al agua y al saneamiento, a la seguridad social y a la educación), estableciendo en el artículo 26.2 una protección exclusivamente centrada en el “legítimo ejercicio de las prestaciones [sic] regladas expresamente en la ley”[13], para efectos de que el tribunal pueda ordenar el “cumplimiento de la prestación, asegurando la debida protección del afectado”. Esta forma de configurar la acción pretendía restringir la competencia de los Tribunales al conocer asuntos vinculados al disfrute de estos derechos, circunscribiendo su actuar a un mero control de legalidad -que es el único parámetro de control permitido al excluirse la “arbitrariedad”- respecto de actos que pudieran impedir el acceso a una prestación, comprendiendo, de esta forma, una faz exclusivamente individual respecto de aquellos derechos. Esto se confirma con lo complementado en el artículo 25 de la propuesta de nueva Constitución, cuando consagraba que, respecto de los derechos en cuestión, “los tribunales no podrán definir o diseñar políticas públicas que realizan los derechos individualizados”.
Esta limitación competencial dada por el artículo 26.2, complementada por el artículo 25, se profundizaba -desde una perspectiva orgánica- a través de dos aspectos. El primero de ellos se encontraba en el artículo 159.2 de la propuesta, disposición que restringía las actuales potestades conferidas a la Corte Suprema (como la superintendencia conservadora[14]), para limitarlas solo a “garantizar la efectiva vigencia de los derechos y garantías constitucionales en las materias de su competencia”[15].
El segundo elemento se apreciaba en una posible contracara a las limitaciones dadas por el artículo 25 y 159.2 antes citados: la posibilidad de una acusación constitucional. Como bien se puede entender, para la operatividad de ambos artículos se requiere que exista alguna entidad capaz de precisar cuándo los Tribunales han definido o diseñado políticas públicas y cuándo la Corte Suprema ha actuado fuera del ámbito de sus competencias, para así establecer la procedencia de una sanción consecuencial (la destitución), evitando que ellas fueran normas “meramente programáticas”. En ese sentido, el artículo 57.b).3 de la propuesta permitía acusar constitucionalmente a “los magistrados de los tribunales superiores de justicia […], por notable abandono de sus deberes. Los magistrados no podrán en ningún caso ser acusados por el mérito de las resoluciones que dictaren”, abriendo la discusión sobre si, a través de esta institución, un órgano político se puede consolidar como el fiscalizador del actuar judicial, reaccionando ante las eventuales infracciones a los límites competenciales conferidos al juez (pues, justamente, la hipótesis de la acusación constitucional contra jueces permite controlar el adecuado ejercicio de una potestad dentro del ámbito de su competencia constitucional, cosa distinta la revisión del mérito de las resoluciones). Responder afirmativamente esta cuestión implica reconocer un gran riesgo para el Estado social y democrático de Derecho al abrir una fisura en los resguardos mínimos que exige el principio de independencia judicial[16], generando, a su vez, un desincentivo para que los actuales ministros de los Tribunales superiores tutelen aquellos derechos excluidos por el artículo 26.2, a través de una vinculación de estos con los demás derechos que sí son protegidos por la acción -siguiendo un fenómeno de “ampliación del amparo” que ocurre desde hace años[17]-.
Ahora bien, por otro lado, se podría pensar que la posibilidad de “agrupar recursos de la misma naturaleza” por la Corte Suprema, cuando conozca de ellos vía recurso de apelación (artículo 26.6), podría haber abierto la puerta a sentencias fundadas en un rol amplio de la judicatura, incluso con un alcance general (pudiendo justificar así la existencia de “sentencias estructurales en sede de protección”[18]). Sin embargo, es posible considerar que aquello no era tan claro, debido a que el artículo 155.10 cerraba la regulación de la “acción de protección” limitando, justamente, el alcance de las sentencias judiciales, ello al establecer que aquellas “no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las partes e intervinientes y en las causas en que actualmente se pronunciaren, sin perjuicio de los casos de excepción que la ley expresamente determine. La extensión de los efectos vinculantes de las sentencias a personas distintas de las partes o intervinientes será inoponible”. De esta manera, no solo se cierra la posibilidad de que existieran sentencias que, conociendo de una “acción de protección”, produzcan efectos erga omnes -salvo que explícitamente así lo autorice la ley-, sino que también cerraba el debate académico sobre los posibles efectos “ultra pares” de una sentencia judicial, como también respecto de la posibilidad de entender las sentencias de alcance general como una medidas necesarias para “restablecer el imperio del derecho” que vaya más allá de la faz individual en beneficio exclusivo del afectado que tuvo la oportunidad de acudir a la sede judicial.
Lo cierto es que el proceso constituyente realizado durante el año 2023 se mostró, justamente, como una oportunidad para reflexionar sobre la posición que deben tener los jueces frente a la protección de los derechos fundamentales dentro de un Estados social y democráticos de Derecho como el que se pretende construir. Sin embargo, la pretensión por desconocer el rol cada vez más activo del juez dentro del diseño constitucional impidió deliberar sobre normas limitativas claras y razonables, que permitiesen concretar los resguardos necesarios para evitar un ejercicio “abusivo” de las potestades jurisdiccionales que puedan soslayar el delicado sistema de distribución de competencias.
[1] Ibáñez, Perfecto Andrés (2011). Cultura constitucional de la jurisdicción. Bogotá, Colombia, Siglo del Hombre Editores, Universidad EAFIT, pp. 80-83.
[2] En palabras de Montesquieu, “los jueces de la nación no son, según sabemos, sino la boca por donde habla la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni su fuerza ni su rigor”. Montesquieu (1906). El espíritu de las leyes. Tomo I. Traducción por Siro García del Mazo. Madrid, España, Librería General de Victoriano Suárez, p. 237.
[3] Bordalí Salamanca, Andrés (2020). Derecho jurisdiccional. Valencia, España, Tirant lo Blanch, p. 39. En un mismo sentido, Montero Aroca, Juan, Gómez Colomer, Juan y Barona Vilar, Silvia (2018). Derecho jurisdiccional I. Parte general. 26ª edición. Valencia, España, Tirant lo Blanch, p. 66.
[4] Jiménez Ramírez, Milton (2021). El constitucionalismo procesal débil. Bogotá, Colombia, Tirant lo Blanch, pp. 126-127.
[5] Ya en 1955, Mauro Cappelletti enunciaba está evolución del rol del juez dentro del “constitucionalismo de los derechos”, al señalar que la función jurisdiccional “[…] tendrá necesariamente, en la mayor parte de los casos, una eficacia similar a la legislativa y una naturaleza francamente creadora, sin que por esto deje de ser, a mi modo de ver, función jurisdiccional. Es claro que en ese sistema, todas las situaciones subjetivas fundamentales de carácter activo, encuentran una tutela, o sea, que se configuran como situaciones ‘accionables’, porque aún las más genéricas, o sea, las contenidas en las disposiciones que nos parecen un programa, y la mayoría de las cuales son excluidas por la doctrina italiana de la categoría de verdaderos y propios derechos subjetivos (como lo que ocurre, por ejemplo, respecto del derecho igualdad frente a la ley), obtienen su realización a través de una interpretación activa, creadora, del juez constitucional […]”. Cappelletti, Mauro (2010). La jurisdicción constitucional de la libertad con referencia a los ordenamientos alemán, suizo y austriaco. Traducción por Héctor Fix-Zamudio. Lima, Perú, Palestra, pp. 38-41.
[6] Véase Bordalí Salamanca, Andrés (2008). “La doctrina de la separación de poderes y el Poder Judicial chileno” en Revista de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, XXX, 1er semestre, pp. 205-208.
[7] Bagni, Silvia y Nicolini, Matteo (2021). Justicia constitucional comparada. Madrid, España, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, pp. 263-270 y 351-353.
[8] Véase García, José Francisco y Verdugo Ramírez, Sergio (2013). Activismo judicial en Chile. ¿Hacia el gobierno de los jueces? Santiago, Chile, Libertad y Desarrollo, pp. 35-41.
[9] No se debe confundir esta posición, a pesar de cierta similitud argumental parcial, con las tesis vinculadas al control de constitucionalidad “débil” respecto de las normas jurídicas, centrado en potenciar una posición más cauteloso de los tribunales en este ámbito con el objeto de lograr una actuación con mayor deferencia a las autoridades políticas, y que ha sido esbozado -con diversos matices y enfoques- por profesores como Jeremy Waldron, Wolfgang Hoffmann-Riem, Roberto Gargarella o Mark Tushnet.
[10] Cita del profesor José Francisco García, encontrada en Vergara Blanco, Alejandro (2015). “Los jueces en la era del derecho democrático. Especialización, principios y activismo judicial” en Temas de la Agenda Pública, Centro de Políticas Públicas UC, año 10, N° 83, p. 9.
[11] Bascuñán Rodríguez, Antonio y Correa González, Rodrigo (2023). “El Poder Judicial en la Constitución” en Justicia y nueva Constitución, Valencia, España, Tirant lo Blanch, pp. 33-34. Véase, también, Soto Velasco, Sebastián (2020). La hora de la re-Constitución. Santiago, Chile, Ediciones UC, pp. 199-201.
[12] García, José Francisco (2023). “Corte Suprema, Isapres y sentencias estructurales” en El Mercurio Legal, columna de opinión disponible en: https://derecho.uc.cl/es/noticias/derecho-uc-en-los-medios/34339-profesor-jose-francisco-garcia-corte-suprema-isapres-y-sentencias-estructurales.
[13] La redacción da cuenta de una falta de comprensión de las instituciones que trata, puesto que las “prestaciones sociales” no se “ejercen legítimamente” por las personas.
[14] La que puede ser entendida como un conjunto de atribuciones dadas a los Tribunales superiores de Justicia para el resguardo y promoción de los derechos fundamentales, corrigiendo cualquier afectación proveniente de las autoridades o particulares, y que actualmente posee un reconocimiento implícito desde los artículos 5°, 76 y 82 de la Constitución. Véase Beltrán Calfurrapa, Ramón, Contreras Rojas, Cristian y Letelier Loyola, Enrique (2023). Derecho procesal I. Fuentes, jurisdicción y competencia. Valencia, España, Tirant lo Blanch, pp. 170-171.
[15] Interesante es mencionar que el artículo 155.8 de la propuesta contempla otra innovación. Según dicho artículo, se “propenderá a utilización del arbitraje, la mediación y otros medios alternativos de resolución de conflictos”, lo que permite preguntar si con ello será posible limitar la competencia de los Tribunales de Justicia parar tratar asuntos vinculados a la tutela de derechos fundamentales por vía de cláusulas arbitrales fijadas previamente por las partes de un contrato. Esta interrogante es relevante considerando que es en base a relaciones contractuales que han surgido los casos “Isapres”, por ejemplo, así como también se han constitucionalizado nuevos derechos tutelables por la “acción de protección”, como ocurre con los derechos del consumidor.
[16] Cabe mencionar, eso sí, que, durante la discusión dada ante el Consejo Constitucional, fue presentada una enmienda que, además, establecía que toda infracción al artículo 25 en cuestión permitía presumir la configuración de un “notable abandono de deberes”, redacción que no quedaría en el texto definitivo. Véase la columna de opinión del profesor Javier Couso al respecto, disponible en: https://derecho.udp.cl/columna-de-javier-couso-una-enmienda-peligrosa-para-la-independencia-judicial/.
[17] Véase, por ejemplo, Martínez Estay, José Ignacio (2010). “Los derechos sociales de prestación en la jurisprudencia chilena” en Estudios Constitucionales, año 8, N° 2, pp. 143-146.
[18] Siguiendo la nomenclatura utilizada por García, José Francisco (2023). “Corte Suprema, Isapres y sentencias estructurales” en El Mercurio Legal, columna de opinión disponible en: https://derecho.uc.cl/es/noticias/derecho-uc-en-los-medios/34339-profesor-jose-francisco-garcia-corte-suprema-isapres-y-sentencias-estructurales.
Fuente: DOE