Columna de Opinión publicada este martes 5 de octubre por Marisol Peña, profesora investigadora del Centro de Justicia Constitucional de Derecho UDD, en el medio de comunicación digital El Líbero.
El año 2004 falleció uno de los filósofos más influyentes del siglo XX. Se trata de Jacques Derrida, de origen argelino, fundador del movimiento deconstructivistay heredero del pensamiento de otros filósofos muy influyentes como Nietzsche y Heidegger. El pensamiento de Derrida tuvo mucha influencia, sobre todo en el ámbito norteamericano, en el que trabajó académicamente, pues impuso una forma de leer los textos radicalmente distinta a la que se había empleado previamente. Esta línea de pensamiento condujo a la deconstrucción del lenguaje y, desde el punto de vista político, a la lucha contra las instancias que centralizan el poder y excluyen la contradicción.
Por su parte, quienes se han dedicado al estudio del populismo, en sus versiones europea (cercana a la extrema derecha) como latinoamericana (cercana a la extrema izquierda), concuerdan en que existen dos conceptos que suelen definirlo: la revalorización de la noción de “pueblo” y la lucha contra las élites.
Ambas corrientes ideológicas -el deconstructivismo y el populismo- sirven para entender por qué Chile perdió su norte constitucional. Si la meta perseguida desde la organización de nuestra República fue la instauración del orden sometido al derecho en que las mayorías pudieran expresarse con respeto a las minorías, pero siempre bajo el marco constitucional, todo ello se encuentra hoy en entredicho.
En primer lugar, porque ese orden -que se inicia con el pensamiento portaliano- no sería sino la vía de entronización de las élites que han monopolizado el poder del Estado. En segundo lugar, porque esas élites habrían favorecido un “modelo” en que no se ha gobernado “con el pueblo y para el pueblo”, conforme a la famosa frase de Lincoln, sino que “a espaldas y contra el pueblo”. Ergo, el orden emanado del aludido modelo tiene que ser reemplazado a cualquier costo, incluida la vía violenta.
Como puede observarse, este diagnóstico coincide perfectamente con las características definitorias del populismo.
Pero es necesario detenerse, también, en la deconstrucción que han experimentado varios conceptos asociados a la forma de organización que Chile se ha dado desde los inicios de su vida independiente. Es así como la Convención Constitucional ha desfigurado la noción de república asociándola al sometimiento de los pueblos originarios y a su falta de reconocimiento autónomo. Luego, en lugar de ser la república una forma de gobierno que, por las características atribuibles al jefe del Estado, se opone a la monarquía, se deconstruye el concepto para transformarlo en una forma de opresión.
Algo similar ocurre con la noción de “pueblo” que, en lugar de asimilarse al elemento humano del Estado, esto es, al conjunto de personas, familias y grupos intermedios que habitan en un territorio determinado y que se dota de una organización política o al cuerpo electoral, se deconstruye también para aludir a colectivos informes, pero que tienen como característica común, el haber sido invisibilizados, postergados y perseguidos.
Luego, el pueblo no somos todos y, por eso, algunos convencionales insisten en hablar de “los pueblos” reservándose el derecho a excluir a quienes no tengan las características ya enunciadas. Dicho en términos más directos, las élites no son parte del pueblo, porque son las responsables de la invisibilidad, de la postergación y la persecución.
¿Podrá existir un norte constitucional de orden, respeto al derecho y sano pluralismo democrático en este ambiente deconstructivista y populista que además aparece cargado de contradicción? Es difícil creerlo, pero al menos, partamos por asumir las raíces más profundas del momento constitucional que estamos viviendo.