¿Por qué no se habla de “derechos humanos” en favor de quienes han sido víctimas directas o indirectas de toda esta violencia anarco-revolucionaria y delictual? ¿Dónde se reciben las denuncias de quienes diariamente se han sentido afectados en el ejercicio pacífico de sus derechos fundamentales? ¿Cómo hemos podido aceptar este absurdo?
Desde la época de la Revolución Francesa existe una utilización política de los “derechos humanos”. Una retórica tramposa para privilegiar a quienes ejecutan planes de reingeniería social, mientras se olvidan los derechos de quienes no participan en dicha ejecutoria. Cuando en 1793 los obreros textiles de Lyon protestaron por la decapitación de Luis XVI, a quienes consideraban la autoridad legítima, se les consideró enemigos de la “Libertad” y la “Igualdad”. Sesenta mil fueron ejecutados sin piedad. Fue entonces cuando Robespierre habló de la “revolución de los derechos humanos”. Es decir, la universalidad de unos derechos que, se supone, han de pertenecer a todos, debe declinar, en momentos decisivos, para favorecer el curso de la revolución.
Obviamente, según enseña la historia, cuando los revolucionarios llegan al poder, se acaba el imperio de los derechos humanos de un modo definitivo. En la época del Terror (1793-1794) impusieron la ley de los sospechosos (17 de septiembre de 1793) para intimidar a quienes no manifestaran simpatías con el proceso. Algo así como “el que baila, pasa”, pero sistemáticamente planeado y sin la careta lúdica. Poco después, sin pudor, empastarían en piel humana un ejemplar de la Constitución Francesa de 1793, con su flamante declaración de derechos humanos.
Sin necesidad de llegar a estos extremos, ni mucho menos, hay grupos políticos organizados que tienen una habilidad sorprendente para capturar el lenguaje de los “derechos humanos”, cuando se trata de favorecer la revolución. Anarco-comunistas o socialistas libertarios, los revolucionarios del discurso amparan a los revolucionarios de la barricada con el uso monopólico del lenguaje de los derechos, que solo a ellos conceden en plenitud. Los violentistas se hipostasian en “causas justas” y se convierten en luchadores sociales. Quienes defienden el orden son los “represores” o “asesinos”. La retórica de los derechos humanos, y su cohorte de eufemismos, funciona muy oportunamente en favor de las minorías organizadas involucradas en el proceso insurreccional. Minorías que intentan mimetizarse, muchas veces, con legítimas manifestaciones de descontento público.
En Chile, observamos, pasmados, cómo se sigue esta última lógica. La preocupación nacional e internacional por los “derechos humanos” solo surge cuando aparece Carabineros para desarticular una protesta violenta, impedir un saqueo, o contener la destrucción de nuestras ciudades. No hay lenguaje de “derechos humanos” para las víctimas de las turbas que insultan y agreden a la autoridad, obstaculizan el acceso a los bienes básicos, destruyen fuentes de trabajo, inhiben el acceso a la salud, amenazan viviendas particulares, profanan iglesias, despedazan bienes nacionales, derriban monumentos, asaltan malls, farmacias y locales comerciales, saquean supermercados, derriban portales, restringen el libre tránsito, perturban el derecho a la educación, incendian edificios y vehículos de transporte, roban explosivos, intimidan a los ciudadanos, poniendo en riesgo la vida e integridad física y psíquica.
¿Por qué no se habla de “derechos humanos” en favor de quienes han sido víctimas directas o indirectas de toda esta violencia anarco-revolucionaria y delictual? ¿Dónde se reciben las denuncias de quienes diariamente se han sentido afectados en el ejercicio pacífico de sus derechos fundamentales? ¿Cómo hemos podido aceptar este absurdo?
Por si fuera poco, cuando la retórica de los derechos humanos cae implacable sobre las Fuerzas de Orden, se hace de un modo parcial, sesgado, sospechosamente incompleto. El INDH, por ejemplo, no informa si quienes han denunciado represión policial son los que han participado –y en qué grado- de los actos de violencia, o si los han provocado, organizado o facilitado.
En Chile no ha muerto nadie por expresar su opinión o por protestar pacíficamente, como en Venezuela o Cuba. Lo que sí hemos visto son enfrentamientos brutales contra la policía, a la que se provoca con ofensas inaceptables, acompañadas de tácticas que recuerdan el viejo manual de guerrilla urbana de Marighella. Desde incitaciones a la acción anarco-revolucionaria (“Ninguna ley me prohibirá insultarte!”, “todo policía es bastardo”, “Abraza a un paco, luego quémalo”), hasta el uso estratégico de pintura o cloro, pasando por el ataque de turbas coordinadas en el uso masivo de piedras o adoquines, de hondas con bolas de acero, de molotov, y otros medios de posibilidad letal. Sin olvidar la “guerra de nervios” contra la población.
La retórica de los derechos humanos en beneficio exclusivo de quienes quieren la “insurrección” para Chile busca, en realidad, un objetivo político: inhibir a las Fuerzas de Orden para que cundan las fuerzas del desorden. La consecuencia es clara: la entrega inerme del país a la voluntad (o extorsión) de quienes promueven y ejercen la violencia ilegítima. La justificada preocupación por excesos policiales de organismos de DD.HH. no puede transmutarse en desconocimiento voluntario del contexto de los hechos, del grado de organización de la violencia anti-sistémica, de sus estrategias, de sus metas destructoras.
El Estado de Derecho no tolera por mucho tiempo el asalto al orden constitucional, al orden público y al orden económico-social. La violencia insensata debe ser repelida con enérgica proporcionalidad y la retórica revolucionaria de los derechos humanos no debe servir de parálisis –como la mirada de Medusa- para la justa reacción.