Hero Image

Noticias

Lilian San Martín: «El sabio en la roca su casa construyó» | Columna de opinión

Como nunca, por estos días la parábola de los constructores cobra un sentido más que metafórico, literal. En efecto, en las últimas semanas todos hemos sido testigos del fenómeno natural consistente en los “socavones” que han ocurrido en la quinta región y que han provocado la inhabitabilidad de algunos edificios construidos precisamente sobre arena. Se trata, desde luego, de una noticia en desarrollo, y todo lo que se puede decir al respecto emana de trascendidos de prensa. Sin embargo, en esta columna me interesa reflexionar respecto de dos cuestiones que será interesante analizar desde el punto de vista jurídico: la importancia jurídica de la gestión del riesgo y el límite de la diligencia exigible a los constructores.

En cuanto al primer aspecto, según se lee en la prensa, el origen inmediato de los socavones se encuentra en la gran cantidad de aguas lluvias caídas durante este invierno, lo que ha originado una infiltración de los suelos arenosos en que se encuentran emplazadas algunas edificaciones en la zona costera. Así vistas las cosas, resultaría que se trata de un fenómeno natural y, por ende, podríamos calificarlo de caso fortuito. Sin embargo, lo cierto es que el solo hecho de que haya mediado un fenómeno natural como gatillante del daño no significa que no puedan atribuirse responsabilidades. Ello será perfectamente posible en la medida en que se demuestre que las lluvias por sí solas no habrían ocasionado los socavones, sino que ellos fueron posibles gracias un factor concomitante de origen humano que pueda ser calificado de negligente o culpable.

El punto, entonces, será si este factor existe y dónde se encuentra. Al respecto, siempre de acuerdo con lo que se lee en la prensa, se indica como factor determinante —cuando menos del primer socavón— el colapso del colector de aguas lluvias construido en el año 2005, esto es, varios años antes de la construcción del primero de los edificios afectados. De ser así, podría decirse que ahí está el factor “humano”. Queda todavía determinar si este pude ser calificado de negligente y para ello será necesario establecer si el encargado de la gestión de ese colector incurrió en alguna negligencia en la gestión de ese riesgo. En efecto, no basta con señalar que si el colector de aguas hubiera sido más grande o hubiera estado construido en forma diferente el colapso y consiguiente socavón no se habrían producido: como reza el dicho, “después de la guerra somos todos generales”.

Las preguntas, por tanto, son, previo al colapso, ¿era previsible que algo así ocurriera? ¿Existía factibilidad técnica y jurídica de evitar su ocurrencia? ¿Debieron las autoridades (o quien corresponda) advertir del peligro a los habitantes o futuros adquirentes de las viviendas afectadas? Como se aprecia, todas estas cuestiones se relacionan con la gestión del riesgo y es necesario determinar si en ella se actuó con la debida diligencia. Para ello será relevante analizar la información con que contaban los actores involucrados y la forma en que condujeron sus actuaciones en vista de ella, es decir, si gestionaron adecuadamente el riesgo.

La segunda cuestión a la que me interesa aludir se refiere al límite de la diligencia exigible a los constructores en este tipo de casos. Al efecto, cabe señalar que con ocasión del terremoto del 2010 la doctrina se planteó la pregunta acerca de este límite y se configuraron básicamente dos respuestas al respecto. Una que afirma que el límite está dado por las normas técnicas que regulan la actividad de la construcción y otra según la cual el límite está dado por el estándar general de cuidado exigible a los constructores, conforme a su carácter de profesionales.

Bien vistas las cosas, el asunto se relaciona con la relación que existe entre el estándar de conducta impuesto por la normativa regulatoria y el estándar general de cuidado, preguntándose si para que el ente regulado se exima de responsabilidad basta con el apego a la normativa o bien debe en todo caso acudir a una norma general que apela a la conducta del hombre (empresario) razonable en las circunstancias del caso concreto. Formulado en estos términos, lo cierto es que la doctrina nacional no está conteste sobre el particular (para detalles me permito remitirme a mi trabajo publicado en las III Jornadas de Profesoras de Derecho Privado). La jurisprudencia, por su parte, ha señalado en más de una ocasión que la normativa regulatoria no impone un estándar de diligencia perentorio, de suerte que en todo caso el destinatario de la misma debe ajustar su conducta conforme al estándar general de cuidado.

Llevado ello al caso que nos ocupa, de seguirse la interpretación de la Corte Suprema resultaría que el estricto apego de las constructoras a la norma chilena, así como al plan regulador vigente a la época, no sería suficiente para exonerar de responsabilidad a los constructores, pues debería juzgarse su conducta a la luz de aquello que un constructor razonable habría hecho en el caso concreto. Para esto será necesario, una vez más, evaluar la información disponible y la forma en que la incorporaron en sus decisiones. Con todo —hay que decirlo—, esta conclusión debe ser puesta en línea con el hecho de que las acciones para reclamar de esta responsabilidad estarían, al menos en algunos casos, prescritas.

Así las cosas, cobrará relevancia aquella (creciente) jurisprudencia que atribuye responsabilidad al Estado por negligencias en que han incurrido los particulares cuando se trata de actividades sometidas a la supervigilancia estatal, para lo cual debería, en todo caso, demostrarse precisamente este último supuesto, esto es, que el Estado tenía forma de incidir en las decisiones de los particulares o si, por el contrario, estos tenían plena autonomía de actuación.

Fuente: El Mercurio Legal