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Gaspar Jenkins: Propuesta de Nueva Constitución (2023) y protección de Derechos Fundamentales: Reflexiones sobre la nueva «acción de protección» | Editorial

El rol de los Tribunales de Justicia en la protección de derechos fundamentales se ha convertido en un eslabón clave dentro de la arquitectura de un Estado constitucional de Derecho moderno. Como plantea el magistrado español Perfecto Andrés Ibáñez, el constitucionalismo contemporáneo aboga por una mirada de estos derechos como el “fundamento funcional” de la democracia y, por ello, debe asegurarse la proyección de aquellos inspirando la actuación de la política contingente (incluyendo la creación legislativa) con el objeto de lograr que los derechos se vivan en el día a día de cada persona[1]. Esta importante tarea se confía, inicialmente, al legislador, quien será el responsable de desarrollar el sustrato normativo de los preceptos iusfundamentales a través de preceptos que, colaborativamente, el ejecutivo complementará e implementará a través de reglamentos de aplicación general y el desarrollo de políticas públicas.

Sin embargo, lo anterior no excluye dar una responsabilidad al órgano judicial. El constitucionalismo moderno -reconociendo la existencia de una verdadera “cultura de los derechos fundamentales”- ha ido “reconfigurando” el rol tradicional del Poder Judicial, dejando de ser la “boca que repite las palabras de la ley”[2] para asumir un rol de garante, consistente en la revisión y constatación de la eficacia inmediata de los derechos fundamentales a través de la función jurisdiccional. Así, siguiendo el planteamiento del profesor Andrés Bordalí, la “jurisdicción” deja de estar circunscrita a la resolución de conflictos entre privados, para comenzar a extenderse a nuevos ámbitos de la vida social (como las actuaciones de la Administración del Estado o del Congreso Nacional) en miras de evitar situaciones exentas de control judicial, y así lograr una cabal defensa a los derechos fundamentales[3].

El rol del juez pasa a ser determinante y ordenador: debe ser el encargado de mantener el orden racional que se desprende de la decisión política y democrática contenida en la Constitución; se convierte en el vigilante de la validez de las normas que forman parte del sistema de fuentes, como también de la coherencia de aquellas con los contenidos dados por los preceptos constitucionales; y, por supuesto, se muestra como el controlador del poder político -el poder público- para que supervigilar que aquel actúe cumpliendo los lineamientos y mandatos constitucionales. Por ello, es posible advertir que, en el Estado Constitucional de Derecho, el juez ha pasado de ser un simple “guardián” de la ley a ser un “constructor” de la “Constitución vivida”[4][5], reconociéndole, de esta manera, una función “política” (en el sentido de que participa en la vida política y social del país al aportar elementos para construir una cultura constitucional mediante la defensa de la Constitución), sin que ello implique, eso sí, romper el esquema de distribución de competencias dentro del cual los órganos dotados de representatividad popular poseen un rol primordial en la configuración legal y en la implementación de los derechos fundamentales[6].

Este nuevo rol del juez en el ámbito de la protección de los derechos fundamentales ha provocado, eso sí, una controversia derivada de la falta de consenso en lo que respecta a los límites que debieran circunscribir este rol de los Tribunales, surgiendo -principalmente- dos posiciones al respecto: una protagonizada por aquellos sistemas constitucionales en los que se avanza en un dialogo entre el órgano judicial y el legislativo, aunque instaurado por los propios Tribunales a través del desarrollo de su propia jurisprudencia. Así se advierte, por ejemplo, en las decisiones censure virtuelle del Consejo Constitucional francés, en las sentencias de inconstitucionalidad constatada y de aplazamiento de la Corte Constitucional italiana, en las sentencias exhortativas que ha emitido el Tribunal Constitucional Federal alemán (y que incluso han implementado una regulación provisional elaborada por el propio Tribunal y que se mantiene vigente hasta que se realicen las actuaciones legislativas exhortadas), en sentencias que, derechamente, buscan controlar la omisión legislativa (como se puede ver en las competencias conferidas a la Corte Constitucional ecuatoriana por el artículo 129 de la Ley Orgánica de Garantías Jurisdiccionales y Control Constitucional, o al Tribunal Constitucional portugués por el artículo 283 de su Constitución, entre otros ejemplos)[7], o en aquellas que, en un mayor grado de intensidad respecto de este fenómeno, buscan concretar cambios “estructurales” propiamente tal (en donde es interesante observar el fenómeno producido por las “sentencias estructurales” de la Corte Constitucional colombiana).

Sin embargo, el desarrollo de este rol activo del juez en el sistema constitucional, impulsado principalmente por el desarrollo jurisprudencial, ha dado pie a una segunda posición, más bien cauta, y que centra su mirada en la necesidad de realzar la confianza en los entes políticos y representativos, valorando la importancia del principio de juridicidad como pieza angular del sistema de potestades públicas -especialmente respecto del principio de vinculación positiva al conferirse competencias a órganos estatales- y el principio de separación de poderes -en su configuración clásica- como fundamento del actuar de un Tribunal, al mismo tiempo que reconoce la necesidad de resaltar el principio de deferencia al legislador por parte de los jueces[8] debido al “déficit” democrático que pudiera existir respecto de la legitimación de estos últimos para abordar asuntos que tradicionalmente se confían a los órganos políticos[9][10], ello, pues se entiende que “los asuntos más difíciles, que usualmente dividen a la sociedad en términos políticos, valóricos o culturales, deben ser resueltos en el Congreso, por los representantes del pueblo, y no en una sentencia”[11].

Es en el contexto de esta última visión que pareciera enmarcarse la configuración de la nueva “acción de protección” contemplada en el artículo 26 de la propuesta de nueva Constitución Política, elaborada durante el año 2023, así como en sus normas constitucionales complementarias.

El artículo 26 de la propuesta se muestra, en una primera lectura, como un continuador del “recurso de protección” regulado en el artículo 20 del texto constitucional vigente y, por ello, utiliza la nomenclatura de esta norma para definir aspectos vinculados a los presupuestos materiales y formales de la acción (determinación del sujeto activo, descripción de las actuaciones antijuridicas que provocan una lesión a derechos fundamentales, definición del Tribunal competente, entre otras); pero también da cuenta de posibles avances derivados de algunas innovaciones, como la ampliación de los derechos fundamentales resguardados (superándose el listado taxativo característico del “recurso de protección”), la incorporación de algunos principios rectores (como el principio de celeridad y concentración encontrado en el artículo 26.3 de la propuesta) o la implementación de nuevas instituciones procesales a nivel constitucional (como la habilitación para dictar medidas provisionales o agrupar recursos).

Pero, una mirada más exhaustiva respecto de la nueva regulación de la acción nos permite comprender que ella está profundamente inspirada en una concepción cautelosa del rol que debe tener el juez dentro del diseño constitucional -inclusive en la protección de derechos fundamentales-, reaccionando -probablemente- a aquellos diagnósticos que dan cuenta de una judicatura “activista” en Chile, especialmente impulsada por la Corte Suprema, la que, mediante la resolución de “recursos de protección”, ha superado las formas legales para compensar las deficiencias que ha detectado en las respuesta que ha dado el sistema político, ello en desmedro de las entidades que cuentan con la legitimidad democrática y los antecedentes técnicos para adoptar de mejor manera dichas decisiones de política pública[12]. Ejemplos de lo anterior serían, según el profesor José Francisco García, los casos “Globos de Vigilancia”, “Quintero Puchuncaví”, y las recientes sentencias “Isapres[13], entre otras.

Ello explicaría que la nueva “acción de protección” trate de manera diferenciada la tutela de los principales “derechos sociales” (derecho a la salud, a la vivienda, al agua y al saneamiento, a la seguridad social y a la educación), estableciendo en el artículo 26.2 de la propuesta una protección exclusivamente centrada en el “legítimo ejercicio de las prestaciones [sic] regladas expresamente en la ley”, para efectos de que el tribunal pueda ordenar el “cumplimiento de la prestación, asegurando la debida protección del afectado”. Esta forma de configurar la acción, sin perjuicio del error de comprensión sobre las instituciones que trata (¿legítimo ejercicio de “prestaciones”?), pretende restringir la competencia de los Tribunales al conocer asuntos vinculados al disfrute de estos derechos, circunscribiendo su actuar a un mero control de legalidad -que es el único parámetro de control permitido al  excluirse  la “arbitrariedad”- respecto de actos que pudieran impedir el acceso a una prestación, comprendiendo, de esta forma, una faz exclusivamente individual respecto de aquellos derechos. Esto se confirma con lo complementado en el artículo 25 de la propuesta de nueva Constitución, cuando consagra que, respecto de los derechos en cuestión, “los tribunales no podrán definir o diseñar políticas públicas que realizan los derechos individualizados”.

Esta limitación competencial dada por el artículo 26.2 de la propuesta, complementada por el artículo 25, se profundiza desde una perspectiva orgánica a través de dos aspectos. El primero de ellos se encuentra en el artículo 159.2 de la propuesta, disposición que restringe las actuales potestades conferidas a la Corte Suprema (como la superintendencia conservadora[14], cuyo fundamento constitucional se desprende de los artículos 5°, 76 y 82 de la Constitución -esta última norma no posee un símil en la propuesta constitucional-), para limitarlas solo a “garantizar la efectiva vigencia de los derechos y garantías constitucionales en las materias de su competencia[15].

El segundo elemento se aprecia en una posible contracara a las limitaciones dadas por el artículo 25 y 159.2 antes citados, en miras de convertirlas en normas operativas (para que ellas no sean meras normas programáticas o “simbólicas”): la posibilidad de una acusación constitucional. Como bien se puede entender, para la operatividad de ambos artículos citados se requiere que exista alguna entidad capaz de precisar cuándo los Tribunales han definido o diseñado políticas públicas, y cuándo la Corte Suprema ha actuado fuera del ámbito de sus competencias, para así establecer la procedencia de una sanción consecuencial (la destitución). En ese sentido, el artículo 57.b).3 de la propuesta permite acusar constitucionalmente a “los magistrados de los tribunales superiores de justicia […], por notable abandono de sus deberes. Los magistrados no podrán en ningún caso ser acusados por el mérito de las resoluciones que dictaren”, abriendo la discusión sobre si, a través de esta institución, el órgano político se puede consolidar como el fiscalizador del actuar judicial, reaccionando ante las eventuales infracciones a los límites competenciales conferidos al juez (pues, la acusación constitucional permite controlar el adecuado ejercicio de una potestad dentro del ámbito de su competencia constitucional, lo que es distinto  a revisar el mérito de las resoluciones). Responder afirmativamente esta cuestión implica reconocer un gran riesgo para el Estado democrático y constitucional de Derecho al abrir una fisura en los resguardos mínimos que exige el principio de independencia judicial[16], generando, a su vez, un desincentivo para que los actuales ministros de los Tribunales superiores tutelen los derechos excluidos por el artículo 26 de la propuesta, a través de una vinculación de estos con aquellos derechos que sí son protegidos por la acción -tal como ocurre hoy en día[17]-.

Ahora bien, por otro lado, se podría pensar que la posibilidad de “agrupar recursos de la misma naturaleza” por la Corte Suprema, cuando conozca de ellos vía recurso de apelación (artículo 26.6 de la propuesta), podría dar paso a un reconocimiento indirecto a la competencia para dictar sentencias fundadas en un rol amplio de la judicatura para la tutela de derechos fundamentales, incluso con un alcance general (pudiendo justificar así la existencia de “sentencias estructurales en sede de protección”[18]). Sin embargo, es posible considerar que aquello no será así debido a que el artículo 155.10 de la propuesta cierra la regulación de la nueva “acción de protección” limitando, justamente, el alcance de las sentencias judiciales, ello al establecer que aquellas “no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las partes e intervinientes y en las causas en que actualmente se pronunciaren, sin perjuicio de los casos de excepción que la ley expresamente determine. La extensión de los efectos vinculantes de las sentencias a personas distintas de las partes o intervinientes será inoponible”. De esta manera, no solo se cierra la posibilidad de que existan sentencias que, conociendo de una “acción de protección”, produzcan efectos erga omnes, salvo que explícitamente así lo autorice la ley, sino que también cierra el debate académico sobre los posibles efectos “ultra pares” de una sentencia judicial, así como la existencia de medidas que sean necesarias para “restablecer el imperio del derecho” que vayan más allá de un resguardo individual y concreto en beneficio exclusivo del afectado que tuvo la oportunidad de acudir a la sede judicial.

Lo cierto es que el proceso constituyente realizado durante el año 2023 se mostró, justamente, como una oportunidad para reflexionar sobre la posición que deben tener los jueces frente a la protección de los derechos fundamentales, pero sin desconocer el rol más activo de aquellos en los Estados constitucionales y democráticos de Derecho modernos. Desconocer lo anterior nos impide deliberar y ensayar normas limitativas claras y razonables, que permitan concretar los resguardos necesarios para evitar un ejercicio “abusivo” de las potestades jurisdiccionales que puedan soslayar el delicado sistema de distribución de competencias. La pérdida de esta oportunidad para reflexionar sobre el rol de los jueces en el Estado constitucional de Derecho chileno contemporáneo provocará, seguramente, que sigan siendo los propios jueces los que interpreten y decidan -ponderando los riesgos acá descritos- cuál es su responsabilidad y, por ende, la extensión de sus potestades al momento de conocer asuntos vinculados a derechos fundamentales.

Fuente: Red Procesal