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Opinión, En defensa del examen de grado de Derecho, por Gonzalo Rioseco

2 de agosto 2019, Diario Concepción.

Recientemente, a raíz de la sobrecarga académica que supuestamente existiría en varias carreras universitarias, ha reflotado la ya antigua discusión relativa a la conveniencia de mantener o eliminar el examen de grado de Derecho.

Al mismo tiempo que se renueva esta discusión, existe una creciente preocupación por la calidad que muestran las nuevas generaciones de abogados. No es raro escuchar, más o menos abiertamente de parte de diferentes actores del mundo del derecho, que muchos de los nuevos abogados carecen de conocimientos elementales, y presentan problemas de oratoria y escasa capacidad de análisis y crítica que, en los casos más graves, llega al punto de impedirles un curso de pensamiento coherente. ¿Es este el momento de eliminar el examen de grado para los abogados?

A mi entender, este examen, de larguísima y no vana tradición en nuestro medio, es el elemento clave de los mismos y que, al igual que hace la dovela central de un arco, los sustenta. Es en el examen de grado donde un alumno, por primera vez, en forma oral y pública, dará testimonio de haber adquirido los conocimientos necesarios para desarrollar la profesión, lo que es de una importancia tal que difícilmente puede exagerarse: querámoslo o no, todo conflicto jurídico tiene un grado de dificultad propio y objetivo, que depende de su propia naturaleza; y su acertada resolución –tan relevante, desde que están en juego bienes como la libertad, honra y hacienda de una persona–, exije que quien intervanga posea cierto mínimo acervo de conocimientos y habilidades. Si esto se olvida, el título profesional de Licenciado traiciona su carácter de ser una certificación de las competencias y se transforma en cáscara vacía, en un simple trozo de cartón.

La afirmación anterior, en todo caso, no debe entenderse como una ciega defensa, opuesta a toda transformación. Muy por el contrario, estimo que, en primer término, debe modificarse la forma de concebir en examen de grado, tanto por los alumnos como por los examinadores.

Los primeros deben entender, de una buena vez, que el examen de grado no se prepara en los 6 u 8 meses que usualmente les dedican, sino que ha de prepararse durante todo el curso de sus estudios. El examen de grado es la culminación de su proceso de formación y para él se les ha preparado, indirectamente, desde el primer día de clases: cada concepto adquirido, en cualquier rama del derecho, y aún cuando no lo recuerden, ha debido ayudar a formar ese razonar que es propio de los juristas, y cada examen oral dado, deben entenderlo también como un ejercicio que desarrolla el temple y la oratoria que precisa la profesión que ellos, voluntariamente, han elegido.

Atenta contra este entendimiento una perspectiva excesivamente utilitarista que, lamentablemente, ha ido ganado terreno y que consiste en ver a la carrera como una serie compartimentalizada de ramos, sin mayor relación entre si, y que hay que tratar de aprobar empleando el menor tiempo y esfuerzo posible, olvidando lo verdaderamente importante, que es el aprendizaje.

Los examinadores, por su parte, deben abandonar la odiosa deformación de buscar, como sabuesos, las flaquezas del alumno y comprender que su función no es centrarse en lo que ignora un alumno, sino descubrir cuánto sabe éste, cuáles son los limites de sus conocimientos y discernir si esos conocimientos son o no minimamente suficientes para ejercer de forma competente la profesión. Sin esta perspectiva, el examen de grado se torna absurdo, y no podrá jamás superar la crítica que usualmente recibe de ser azaroso, entregado al capricho del examinador.

 

Gonzalo Rioseco Martínez
Decano Facultad de Derecho
Universidad del Desarrollo